Eugenio López Arriazu

 

La vida es corta. No todo se olvida. 

                            Andréi Platónov


A esta hora todo parece estar al servicio del olvido

y la lejanía traza caminos ciegos en mis ojos

Yonny Vanegas 


El domingo es manso como un perro viejo. 

Día de desencuentros, 

ausencias, 

soledades. 

Sergio Antonio Chiappe 


Bienvenido poeta Eugenio López Arriazu a EL CLAROSCURO.

Gracias por aceptar mi invitación. 



Eugenio López Arriazu (Buenos Aires, 1967) es Dr. en letras (UBA), Prof. de inglés (ISP. Joaquín V. González), escritor, eslavista y traductor literario. Se desempeña como docente e investigador en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, donde dicta Literatura Norteamericana y dirige la cátedra de Literaturas Eslavas. Como investigador, ha dirigido proyectos de investigación a nivel terciario y universitario sobre la traducción del anglosajón y del ruso, sobre representaciones utópicas y sobre identidades en las literaturas eslavas. Autor de los ensayos Pushkin sátiro y realista (2014), Ensayos eslavos (2019) e Identidades, ensayos de literatura eslava (2023), en el campo de las letras ha publicado los poemarios La revuelta (2017), La reja (2017), Los urutaúes y otros poemas de amor (2018), El norte es el sur (S. Petersburgo, 2019, en coautoría con O. Jojlova), Yo animal (2019), Hombres subterráneos (2022), Voces de Buenos Aires (2023) y El tajo de Fontana (2024), así como el libro de relatos ¡Arre, mis demonios! (2021). Su novela Lembú, la infame y borrascosa vida del nunca sargento Cabral (2023) obtuvo el 2do premio del Concurso Letras 2022 del Fondo Nacional de las Artes (Argentina). Como traductor, ha publicado traducciones del latín, francés, ruso, inglés, portugués, serbio, búlgaro y sueco. Ha recibido el Premio mayor de traducción por Yeats, W. B., La condesa Cathleen y otras obras de W. B. Yeats, otorgado por el Centro Cultural Ricardo Rojas (UBA) y el 2do premio de Chitái Rossía (Rusia) por la traducción de Aún más lejos en la nieve de G. Aiguí. Ha traducido a autores tales como F. Dostoievski, A. Pushkin, F. Rabelais, W. Blake, J. César, A. Lindgrem y el búlgaro J. Bótev, entre otros. Su poesía se ha publicado en diversas revistas internacionales y ha sido traducida a varios idiomas. 




¿Quién es Eugenio López Arriazu? 

Alguien que será olvidado, como todos. 


¿Cómo fue tu encuentro con la poesía? Q

Antes de los libros, las canciones desde bebé. En cuanto a los libros, la verdad no lo recuerdo bien. Creo que las primeras poesías que leí eran de algún libro en español antiguo o castizo, voluminoso y de hojas grandes cortadas a cuchillo, que estaba apilado con otros en un altillo que funcionaba como desván. Tendría 10 u 11 años y me quedaba ahí arriba leyendo en una camita, entre trastos viejos. No recuerdo qué leía, pero sí que era placentero. 


¿Qué has encontrado en ella?

La poesía siempre te sorprende. Te da más de lo que buscás; o lo que buscás, pero con creces. Es un pequeño Aleph borgiano en el que podés encontrar todo: emoción, alegría, tristeza, ideas, entretenimiento, un arma, a vos mismo y a los demás. 


 ¿Con qué palabra te identificas? 

Libertad.


Del Eugenio López que escribió su primer poema al de hoy día ¿Qué se conserva, qué ha cambiado? 

Se conserva el espíritu lúdico y de búsqueda. Cambian los modos de divertirse y lo que se encuentra (que también te modifica). 


¿Qué poetas o qué lecturas nos recomiendas? 

A Juan Gelman, a Konstantín Pavlov y a Alexandr Pushkin.


¿Qué decirle a la persona que se acerca por primera vez a la poesía como lector y como escritor? 

No creo que nadie se acerque a la escritura sin haber leído. Al escritor le pediría que se olvide de sí mismo y piense en el poema. Al lector, que se deje modificar por la lectura. 


*


Tres  poemas de El tajo de Fontana 

(2024)


Voy a hablar de mí: 

en el sillón hay un gato

el gato no se lame

el gato no se mueve

el gato no sabe.


Voy a hablar de mí: 

el gato siente

la sangre cuando ve

el pájaro.


Voy a hablar de mí: 

de la paloma en la medianera

que da al pozo

que da al centro

de la tierra.


Voy a hablar de mí: 

del miedo de alas ante el gato que despierta


de la luz que parpadea cuando acecha el gato


del alivio del pájaro

que aletea y nos deja

solos con el gato

a dos pisos del abismo. 




Sería muy pobre, pensé,
si la perdiera.

Después saqué la basura 
y al querer levantar la tapa
del container me frenó
un “ocupado”. 
Dejé la bolsa a un costado 
compré la fruta
volví a mi casa.
Ahí estaba: un joven viejo 
de dedos ásperos
y mejillas hundidas
de ojos esquivos
y pelo parco.
Tenía la estatura vencida
los jirones y el porte
desquiciado
de la indigencia. 
Dejó en el piso los restos
de sus alpargatas 
y se calzó mis ojotas 
que en sus pies lucían
como nuevas.



Hacen sus ruidos 
detrás de la pared.
Los pasos suben las escaleras.
Susurran.
Soplan.
Debe haber niños
que corren y saltan y hacen.
Debe haber un viejo
que tosió y se mece.
Hubo un bebé que ha crecido
y está por llorar.
Y habrá oculta en un rincón
la transmisión de una radio.

Acerco mi oído 
me pego a la pared
y espero en silencio
que me escuchen. 


*
De Voces de Buenos Aires 
(2023)

Era una vieja gorda, desdentada
que atendía un puestito de gaseosas.
“Joven, por favor”, de espalda a las rosas
del Rosedal, dijo, con voz cascada. 
“¿No se fija si hay agua en la heladera?
Ponga más de ese pack, si es tan amable. 
Póngalas todas. Mi hijo es el culpable.
¡Qué depresión! Un año que una espera
ver al nieto”. Su voz tembló, calló. 
“¿No hay hielo? Echelé”, y más distante: 
“Depravado…” Rompí la bolsa. Vi
que sonreía. El hielo cayó.
Tenía mucha sed. En ese instante
me ofreció un agua, que acepté. Me fui. 


*
Eugenio López
De Hombres subterráneos 
(2022)

En general trato de no pensar
 en la muerte. 
Durante el pogo ese
 de aquel concierto, dos cálculos grandes
 como corchos de champaña rajaron
 mi vesícula y ya en el intestino 
boyaron un poquito hasta toparse
 con no sé qué válvula que obstruyeron. 
Muerte por septicemia era un riesgo
 seguro sin intervención quirúrgica. 
Lo supe después. Cuando me internaron 
y vinieron cinco monos de blanco 
–dos de la matina, la tomo en mano
para recomendarme el bisturí,
 no me dijeron nada. Sólo que era
 urgente, que ya mismo y les firmara
 unos papeles: rutina habitual, 
que si algo me pasaba era mi culpa 
(“responsabilidad”, mepa, dijeron).
 Después se fueron todos apurados.
 Se ve que a la enfermera le di pena,
 porque ahí nomás se puso a darme ánimos: 
que todo bien, casi nunca ocurría
 entrar con ano sano uno al quirófano
 y con otro salir contra natura.
 Volvieron, me llevaron, me durmieron. 
Todo pasó sin sueños ni visiones,
 sin luz ni paz, ni sombras ni temores. 
Mi primer recuerdo al despertar fue
 las caras de mi madre y de mi novia
en el banco del hall rumbo a mi cuarto.
Pasé a su lado como quien pasea
 y mira de reojo una vidriera.
 Brotaba en mi cerebro un pensamiento
 diáfano y positivo, contundente
 como la certeza de estar con vida:
 que de haberla palmado ahí en la mesa
 ni me habría enterado de mi muerte. 

¿Se habrá enterado el otro Eugenio López?
 Murió en un hospital de madrugada,
 hemipléjico, afásico, amputado.
 Yo lo reconocí a la tarde: estaba 
en una bolsa de polietileno
 negra: barbudo, muerto, cadavérico. 
Ya hace veinticuatro años que insiste
 en venir a visitarme.



*













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